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¡Hace bien la risa!

¡¿Allá van en protesta los pavos?! Y aunque éste no es el caso, enhorabuena la risa: es crítica y es salud: es un efecto similar a cuando meditamos, uno siente que alivia el malestar, te llena de buena vibra, te hace cambiar de actividad, mejora nuestro sentido común y la dinámica sanguínea en nuestro cuerpo, nos acomoda un tanto hacia la felicidad, pero eso sí, un consejo: no te rías de la gente: ríe con la gente.

Si ven a algún amarga’o por ahí, no lo piensen dos veces: échenle el cuento e inviténlo a reir. ¿Y a los pavos?: ¡luchen por sus derechos!, los humanos comprenderan que con ustedes las han de pasar mejor en navidad, así que ¡Enhorabuena la navidad!

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“La pachanguita”

¡Caballerooo! El Embaracutiao se enamoró y de qué manera, ya andaba alardeando de que conoció a una “pombita”, allá, camino de La Nasa -otro pueblecito del entorno-, no sé de qué familia, pero sí que todo los días pide una bicicleta al atardecer y zas, se pierde dando pedales; no, si yo hasta me asombro, con los sustos que le hemos dado, pero fue esa reflexión la que motivó aplacar su pavoneo.

Convoqué a los primos y nos dimos a la tarea de estudiar donde emboscar al Embaracutiao, preferible a su regreso de ver la novia –es cuando viene lleno de orgullo-.

Bastó hacernos de un marrano grande, viejo y feo, una linterna, un abrigo grande, largo y negro, unos eslabones de cadenas y trozos de sogSin título.jpga, y unos cohetes de carnavales, en fin todo un arsenal que trasladamos al sitio acordado: El Crucero (círculo en rojo en el mapa).

Aquella noche era oscura, hasta se veían pocas estrellas, pues estaba algo nublado. Rayando las diez venía el Embaracutiao, cantando y todo, emocionado de sus pasiones, hasta que halamos las sogas que en sus extremos tenían atadas los gruesos eslabones de cadenas que chirriaban al chocar con las piedras del camino, de pronto silencio total, se fue de sintonía.

Detuvo la bicicleta por un instante, con él, el ruido de las cadenas cesó, miraba y afinaba los sentidos para orientarse y nada, decide nuevamente avanzar lanzando otra tonada, pero esta vez por breves segundos, porque entró en acción el marrano, tomado de la soga por un primo que llevaba puesto el abrigo negro y la tenue luz de la linterna iluminándole el rostro, parecía la pelona en persona.

Ya apostado en el medio del camino es visto por el Embaracutiao, que frena en seco la bicicleta, casi cae, pero gira en u y na’, las cadenas por atrás sonando, empieza entonces a dar gritos acompañados de una andanada de palabrotas, trata de avanzar y se le desmonta la cadena de la bicicleta, peor, daba pedales en el mismo lugar, hasta que se la echa al hombro y sale corriendo.

El marrano se asusta y sale tras él, arrastrando consigo al muerto, digo al primo larguirucho con abrigo, linterna y to’, las cadenas sonando y los cohetes poniendo de día el crucero, y el Embaracutiao, joder, se volvió a llevar la puerta de Silvita y Mérido.

Menudo trabajo nos dio agarrar al marrano viejo que asustado estaba que parecía un perro en vez de un cerdo, hasta que poco a poco logramos reorganizarnos, llevar todo a su sitio y tuturutú, a dormir que a las seis de la mañana me iba con Osmar, Pipo y Bartolo, primos todos, a la Casabera,  a pie y, llegó la sorpresa.

Justo al llegar a El Crucero, nos encontramos una pachanguita nueva, la recogimos y seguimos camino, allá iba echándole el cuento a los primos grandes, del susto que le dimos al Embaracutiao la noche anterior, y entre carcajadas llegamos al círculo social de Bocas.

Esta vez no era a caballo, a pie y con buen paso, no obstante deciden merendar pero ninguno llevaba dinero encima, es por ello que les propongo venderle la pachanguita al dependiente. Bartolo le pregunta cuanto das por ella, el dependiente le responde, siete pesos no más -trato hecho- y a desayunar.

Llegando a la Casabera les mostré la piedra “propiedad del Embaracutiao”, y todo el relato de la carrera con aquel caballo. El día allí transcurrió sin almuerzo, solo me dieron a probar casabe con miel como a las once de la mañana y, al fin, el regreso sobre las tres de la tarde.

Rato después llegamos al círculo social de Bocas, y nos encontramos menuda discusión entre el dependiente, que bien puesta llevaba la pachanguita, pues para eso la había pagado, y ¿Saben quién? El Embaracutiao compadre, y dos primos más, reclamándola.

Allá fui a calmar al Embaracutiao quien me dice que se la había regalado la novia la noche anterior y la perdió porque le salieron unos “bichos del infierno” en El Crucero, cuando venía de verla, y que ese sombrerito es suyo.

No pude aguantar y, a reírme fui a un banco: –cálmate compadre, te voy a contar- por allá el dependiente arremete: “que va a venir el vejigón de mierda este a echarme guapería” “¡So vaina!”, le gritó. “Más vaina serás tú, dame la pachanguita o te la quito”. “Mira si la quieres cómprate una o dame siete pesos, soquete”.

Aquello cogió temperatura y ninguno de los primos tenía dinero, pues a pesar de haber trabajado un jornal en la casabera no le pagaron ese día, fue cuando “el salvador”, increíble, el borracho costumbrista que improvisando unos versos llegó:

«Vaya bronca que me encuentro.// Vaya royo que hay.// Deja cantinero el invento,// Por una pachanguita de mierda.// Toma veinte para que des al habanero el sombrero// Y ponme una Ronda que ya ni sé lo que quiero.»

“¡Habaneros problemáticos!” Dijo el borracho- ¿¡Ustedes no son los que se cayeron del caballo grande!? Hip, no se los dije. Y ahora arreen, arreen por ahí, arriba, con primos y to’ andando.

Así fue que seguimos de regreso y los primos grandes ni hablaron, solo trataron de aplacar la situación y reírse. Por cierto, ¿de dónde habrá sacado el borracho dinero?

El Embaracutiao nos cuenta -ya por El Crucero-, “mira, aquí mismo me salieron los bichos, un animal grande, parecido a un puerco, pero echaba candela por la boca, no, y otra cosa negra larga y flaca con la cabeza encendía y unos colmillos largos, unos ruidos de hierros y unos rayos que me puso de día el camino y, para colmo, le daba a los pedales y dale que dale y no rodaba la bicicleta, me la eché al hombro y a correr. Ahora la ando buscando para devolverla porque me pesaba mucho y la solté al borde del camino”.

¡Ay borracho!, me dije, pensando que la haya encontrado y vendido, pero ni hablé, por suerte cuando llegamos a casa de Silvita y Mérido con los primos, allí estaba la bicicleta con la cadena todavía desmontada y llena de polvo, la había traído Humberto, el dueño, que la encontró, quien molesto sentenció al Embaracutiao  que no se la pidiera más.

Qué pena me dio con el Embaracutiao, yo mismo le hice los arreglos a la bicicleta y le di mantenimiento, luego la devolvimos y de regreso: bueno de regreso le dije: ¿Quién habrá sido el condena ‘o que te dio ese susto compadre? Pero me prometí a mí mismo no hacerlo más. -¿Lo cumpliría?-

“La voz de la fortuna”

Allí, en La Loma de Palmarito, estaba Mérido y Silvita, la primera casita de tabla de palma y techo de guano, la más pobre pero digna, subiendo por el camino que da a la represa, donde mismo el Embaracutiao se alojaba cuando los visitaba.

Mérido era un campesino con historia, alto, fornido, combatió en la sierra la tiranía de Bastista, y aunque labraba el campo, gustaba de criar palomas mensajeras, castrar colmenas, cantar al compás de una guitarra la música mexicana y pescar en la represa; pero, eso sí, no había sueño que tuviera con oro, botija o dinero enterra’o que allá iba a sacarlo de donde fuera, era un soñador de fortunas que nunca tuvo, más que el amor de su esposa, sus hijos y quienes le conocieron.

Pasada la media mañana hacía un alto en las labores del campo y llegaba a la casa para almorzar, en tanto lo rodeaban todos los muchachos y allá comenzaba a cantar una copla llanera, contar sobre los días cruentos en la sierra o del dinero que soñó y el lugar donde está enterrado y, bueno, ahí mismo entré en acción.

Fui por dos baldes a casa de la abuela, de regreso pasé moviéndolos más de lo habitual para producir en ellos ese chirrido característico, juy, juy, juy, juy y dejar claro a todos de que iba a buscar agua al pozo, ubicado en las tierras de Humberto, el creyente de Jehová, al pie de una vetusta casa de la que solo quedaban los cimientos, pero a unos sesenta metros de la casita de Mérido.

El pozo medía como siete varas de profundidad, tiene un brocal de ladrillos rojizos de un metro de altura con sus dos horcones de madera vieja pero dura y su travesaño con la rondana que chirriaba cuando por ella corría la soga, y mientras todos se enternecían oyendo historias, ¡¡¡allá va!!! -halo el primer balde lleno de agua, lo coloco encima del brocal, bajo el segundo y al subirlo lleno lo bamboleo hasta derramar un poco de agua, lo dejo caer por su propio peso hasta el fondo mientras la soga rodaba y rodaba por la rondana con la misma fuerza.

Salgo corriendo, salto la talanquera que divide la propiedad de Humberto y ya en la puerta de la casita de Mérido, me muestro con resuello, sudoroso y asusta’o, lo que provocó que él detuviera su relato de inmediato y ante la sorpresa preguntara: «¿Qué te pasa muchacho?, habla de una vez». Los allí presentes me observaban asombrados, tratando de escudriñar con la mirada, hasta que solté aquella frase que los asombró y generó murmullos entre todos.

-¡¡¡Una voz desde el fondo del pozo!!! – tomo aire, lo suelto – ¡¡¡ Una voz que me dijo desde lo hondo del pozo!!!: “¿Hay Dios mío, quién me habrá mandado a morir sin dejarle mi fortuna a algún cristiano? Aquello paralizó a todos y Mérido, para recobrar la autoridad y detener el murmullo espetó: «Pues dale, regresa al pozo y pregúntale dónde está la fortuna». Allí comencé un verdadero teatro exteriorizando no querer regresar mientras me aupaban para que lo hiciera y cumpliera la encomienda.

Ya en el brocal del pozo, mientras Mérido acallaba a los muchachos y me compulsaba a que le hablara a “la voz de la fortuna”, no pude aguantar más y eché una carcajada, tan grande, que caí de espaldas en la yerba, como tan pronto tuve que levantarme y echar a correr, pues todos, enardecidos por la broma que les gasté, salieron tras de mí enfurecidos y maldiciéndome, hasta que me conseguí trepar a lo alto de un cabracho en la cañada, desde donde pude observar cómo me buscaban afanosamente -allí quedé un par de horas-, hasta que decidí regresar sin fortuna y sin voz, pero extenuado de la risa por tamaña jerga que les jugué a los primos.

No les vi hasta la noche, fue mejor aparecer cuando solo se alumbraban con la luz de un candil mientras comían unas biajacas fritas, reían lo sucedido y escuchaban las coplas llaneras de Mérido, el soñador de fortunas que no alcanzó a ver que es mejor saber que nunca haber sabido.

 

“Rayos y Centellas»

Al amanecer bajé temprano a un embalse situado a un kilómetro de La Loma, en Palmarito de Bocas, allí se llega por un camino, cercado a cada lado con piña de ratón o mayal como le suelen decir sus pobladores, su altura no impide que se vea, a su izquierda las tierras que cultiva Humberto, un creyente de Jehová, sembradas de maíz por aquella época, y a su derecha las de Tite, un pariente trabajador y con inmensos platanales.

Ya loma abajo llego a una cañada, tramo bien oscuro por la sombra de tres coposos árboles conocidos allí como cabrachos y una solitaria palma, que hacen del lugar un sitio frío y tenebroso; luego subí otra loma, por allí me conseguí dos melones grandes en “lo de Poli”, un labriego de la zona, y de ahí bajé a la represa donde los sumergí debajo del brocal de una poceta, con la intención de recogerlos a media mañana, bien frescos para aplacar la sed por el intenso calor.

Ya en La Loma, mientras planificaba una trastada con unos primos, se levantó el Embaracutiao. – ¿Tú viniste al campo a dormir compadre?- le dije, y propuse me acompañara a buscar los melones rayando las doce. Él, como siempre, dispuesto, y a partir de la propuesta, no cejó un instant Seguir leyendo “Rayos y Centellas»

«Por los aires»

El Embaracutiao no necesita presentación, el primo llegó cuando yo llevaba casi un mes andando y desandando por las lomas de Palmarito, llegamos a casa de Rojito, un pariente, temprano en la mañana, aún los gallos cantando, fresco el rocío en los potreros y la neblina disipándose al asomar el sol en el horizonte.

-¡Eh! Y eso tan temprano por acá. ¿En qué andan ustedes? -el no imaginaba las travesuras que le esperaban a su caballo-, un siete cuaCaballo 7cuartas.jpgrtas, para mí era de ocho, mira que era alta esa bestia, pero el Embaracutiao, desesperado por sentirse a sus anchas y cabalgar como el que más, le pidió el animal, mas no interesó montura, por temor a que Rojito se arrepintiera, cosa difícil, porque ese guajiro bonachón no se negaba a nada, era desprendido y, siempre con una sonrisa a flor de labios, accedió a prestarlo, no sin antes sugerir que no lo corrieran porque es muy veloz.

Ya con dos cojines encima del animal y los trabajos para montarnos encima de su lomo, salimos al paso por todo el camino hasta la loma de Palmarito, pero sin detenernos seguimos a tomar el camino real, ya al paso trote, más cómodo para la bestia pero molesto para este par de jinetes, por cierto yo a la zanca y el Embaracutiao, como si fuera “por el aire”.

-¡Soooo, caballo! Se detuvo a la altura del crucero, llamado así porque entronca el camino ‘La Línea’, pues por allí pasaba una vía férrea con anterioridad. Con mil trabajos y sin bajarse, el Embaracutiao se puso un par de espuelas que traía envueltas en un saquito, y yo que pensé era pan, pues no había desayunado aún, ya que él me fue a buscar a casa de la abuela bien tempranito.

Le dije que esa no era buena idea, bien que Rojito nos recalcó que no lo corriéramos, él aseveró que no, era solo para especular, que me despreocupara que en todo caso, si nos caíamos, de seguro que él saldría embaracutiao – ahí comencé a entender que su sobrenombre tiene un montón de significados.

Ya en marcha, y luego de cuatro kilómetros de trote llegamos al círculo social de Bocas, pueblecito pequeño, que agrada sentir como suena el trotar de los caballos por algunas de sus calles pavimentadas, casas de mampostería o de madera y tejas coloniales, una calle principal con un paseo y bancos, una iglesia casi a su entrada, el camposanto, el coppelita, el sector policial, la tienda del pueblo, la posta médica, la parada, y bueno, que pueblecito no tiene esos y otros componentes.

-Embaracutiao, para ahí, arrima el caballo a la entrada del Círculo que vamos a merendar– le increpé, pues si por él fuera, seguíamos camino de ‘La Olleta’, lugar donde vive su tía, a unos ocho kilómetros de Bocas, nuestro destino, siguiendo por el camino real, pero bien, venga pues la merienda, nunca olvido el refrescante y rico sabor de aquel batido de helado, tres vasos bien fríos cada uno y dos marquesitas.

No faltó el consejo de un borracho costumbrista, quien tras saludar frunció el ceño, se dio un trago de ron, esbozó un clásico ¡hip! –Hipo- y aconsejó: -chamos, tengan cuida’o, ese caballo es el de Rojito, lo único que sabe es ir y venir de la Casabera, así que no lo corran que ese vicho vuela y con él ustedes volarán.

Enhorabuena el consejo, pensé, pero lo contrario sucedió con el Embaracutiao, que dio el primer espueleo y aquel animal relinchó en medio de la calle y se paró en dos patas, si no es porque le aló la jáquima se manda por el medio del pueblo.

Ya con el primer susto a cuestas salimos al paso hasta llegar a la salida de Bocas, donde un puentecito bajo permite dar de beber a la bestia quien resoplaba al tomar el agua fresca del arroyo, y nosotros allá arriba, sí, porque desde su lomo así nos parecía de alto ese animal.

Desde una máquina Chevrolet, en la que viajaban cuatro personas, su conductor llama al embaracutiao, él los saluda efusivamente y les dice que va camino de La Olleta, para ver a su tía, en tanto le proponen echar una carrerita, que de seguro va a ganar. Ahora si le dieron el gusto, de nada valió que le recordara a Rojito, el borracho y hasta el mismísimo diablo, sacó la bestia al camino y solo recuerdo que dijo –a la de tres- y aquello empezó a galopar y con los pinchazos de las espuelas, a toda carrera pues.

De veras que corría, aquella máquina fue quedando atrás, atrás y zas, a volar, delante de mí salió el embaracutiao, de cabeza, como un cohete, pero no para el cielo, sino rumbo a una piedra blanca, ya calentada por el sol de las diez, que aguardaba por su frente, hasta que ¡¡¡pum!!! – ¡hay mamacita! Mira, mira, me embaracutié, hay, hay –había que ver aquello, cuando se viró para mí la sangre le brotaba de la frente por chorritos, me quité la camisa, que por demás era blanca, y la puse en su frente, justo por donde el golpe y el hoyito, para contener aquello. Miro su cuerpo y no quedaba lugar con mataduras, estaba embaracutiao de verdad y el solo repetía –ahora sí que me embaracutié compadre.

En aquello me reviso y no encuentro golpe ni raspadura alguna, resulta que al caer, lo hice sobre los Bastos, que llegaron al piso primero y yo sobre ellos, wuaooo!!!, qué suerte la mía –y la máquina: llegó, se detuvo a unos treinta metros, solo se bajó el que viajaba al lado del chofer, y desde allí preguntó si había pasado algo y sin apenas recibir respuesta sonrió y siguieron su rumbo.

Razón tenía el borracho, el caballo entró a la Casabera, así que ese fue el motivo de que volaramos por el aire, justo a la entrada la bestia dobló y nosotros seguimos derechito y a toda velocidad.

Allá fui a buscarle, no sin antes dejar al embaracutiao, embaracutiao de verdad, a la espera a por venir a recogerle. Luego de pasarle la mano al veloz, acomodarle los bastos, aparearlo a un muro donde alcanzara a treparme en él, fue entonces que le di la mano al primo y con mil quejidos e improperios subió a la zanca y al paso trote rumbo a La Olleta nos fuimos, él quejándose y yo calmándole con las advertencias de Rojito y el borracho, a lo que pedía no le recordara más.

Ya en casa de la tía, para mi asombro, de nada valió le explicara el incidente, lo bajó de un tirón y con lo magullado que estaba la emprendió con un cinto –muchacho, que le digo a tu madre si te pasa algo-, y zas, zas zas, un cintazo, dos, tres –pobre embaracutiao- el caballo relinchó y emprendí el regreso solo, pues entendí al primo –vete para que no la cojan contigo.

No le vi en una semana, llegó nuevamente a Palmarito, aún sin haber sanado del todo, pero con buen semblante y deseoso de lanzarse en una nueva aventura. Seguir leyendo «Por los aires»