“La voz de la fortuna”

Allí, en La Loma de Palmarito, estaba Mérido y Silvita, la primera casita de tabla de palma y techo de guano, la más pobre pero digna, subiendo por el camino que da a la represa, donde mismo el Embaracutiao se alojaba cuando los visitaba.

Mérido era un campesino con historia, alto, fornido, combatió en la sierra la tiranía de Bastista, y aunque labraba el campo, gustaba de criar palomas mensajeras, castrar colmenas, cantar al compás de una guitarra la música mexicana y pescar en la represa; pero, eso sí, no había sueño que tuviera con oro, botija o dinero enterra’o que allá iba a sacarlo de donde fuera, era un soñador de fortunas que nunca tuvo, más que el amor de su esposa, sus hijos y quienes le conocieron.

Pasada la media mañana hacía un alto en las labores del campo y llegaba a la casa para almorzar, en tanto lo rodeaban todos los muchachos y allá comenzaba a cantar una copla llanera, contar sobre los días cruentos en la sierra o del dinero que soñó y el lugar donde está enterrado y, bueno, ahí mismo entré en acción.

Fui por dos baldes a casa de la abuela, de regreso pasé moviéndolos más de lo habitual para producir en ellos ese chirrido característico, juy, juy, juy, juy y dejar claro a todos de que iba a buscar agua al pozo, ubicado en las tierras de Humberto, el creyente de Jehová, al pie de una vetusta casa de la que solo quedaban los cimientos, pero a unos sesenta metros de la casita de Mérido.

El pozo medía como siete varas de profundidad, tiene un brocal de ladrillos rojizos de un metro de altura con sus dos horcones de madera vieja pero dura y su travesaño con la rondana que chirriaba cuando por ella corría la soga, y mientras todos se enternecían oyendo historias, ¡¡¡allá va!!! -halo el primer balde lleno de agua, lo coloco encima del brocal, bajo el segundo y al subirlo lleno lo bamboleo hasta derramar un poco de agua, lo dejo caer por su propio peso hasta el fondo mientras la soga rodaba y rodaba por la rondana con la misma fuerza.

Salgo corriendo, salto la talanquera que divide la propiedad de Humberto y ya en la puerta de la casita de Mérido, me muestro con resuello, sudoroso y asusta’o, lo que provocó que él detuviera su relato de inmediato y ante la sorpresa preguntara: «¿Qué te pasa muchacho?, habla de una vez». Los allí presentes me observaban asombrados, tratando de escudriñar con la mirada, hasta que solté aquella frase que los asombró y generó murmullos entre todos.

-¡¡¡Una voz desde el fondo del pozo!!! – tomo aire, lo suelto – ¡¡¡ Una voz que me dijo desde lo hondo del pozo!!!: “¿Hay Dios mío, quién me habrá mandado a morir sin dejarle mi fortuna a algún cristiano? Aquello paralizó a todos y Mérido, para recobrar la autoridad y detener el murmullo espetó: «Pues dale, regresa al pozo y pregúntale dónde está la fortuna». Allí comencé un verdadero teatro exteriorizando no querer regresar mientras me aupaban para que lo hiciera y cumpliera la encomienda.

Ya en el brocal del pozo, mientras Mérido acallaba a los muchachos y me compulsaba a que le hablara a “la voz de la fortuna”, no pude aguantar más y eché una carcajada, tan grande, que caí de espaldas en la yerba, como tan pronto tuve que levantarme y echar a correr, pues todos, enardecidos por la broma que les gasté, salieron tras de mí enfurecidos y maldiciéndome, hasta que me conseguí trepar a lo alto de un cabracho en la cañada, desde donde pude observar cómo me buscaban afanosamente -allí quedé un par de horas-, hasta que decidí regresar sin fortuna y sin voz, pero extenuado de la risa por tamaña jerga que les jugué a los primos.

No les vi hasta la noche, fue mejor aparecer cuando solo se alumbraban con la luz de un candil mientras comían unas biajacas fritas, reían lo sucedido y escuchaban las coplas llaneras de Mérido, el soñador de fortunas que no alcanzó a ver que es mejor saber que nunca haber sabido.

 

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